Cuando me diagnosticaron carcinoma lobular invasivo durante la Cuaresma de este año, recé para experimentar una transformación espiritual como parte de mi proceso de tratamiento. Al llamar a mi médico para confirmar mi diagnóstico, él pronunció esa frase cliché: "¿Te encuentras sentada?" En ese momento, le pedí a Dios que me ayudara a sobreponerme al deseo de manejar mi enfermedad en privado. Al invitar a todos los que conocía a orar por mí, di mi primer paso para salir de mi orgullo y hacia la plenitud de la sanación.
Esta es la segunda vez que me diagnostican cáncer de mama. La primera ocurrió cuando tenía 45 años y todavía tenía hijos viviendo en casa. En ese entonces, enfrenté mi cirugía y tratamiento como un proyecto que superar y completar, algo que debía tachar de mi lista de tareas. Con un caso relativamente sencillo, pude continuar con mi vida y mi horario de trabajo con poca interrupción. La Misa diaria se convirtió en una parte importante de mi camino hacia el bienestar. Mi enfermedad y la subsiguiente sanación me transformaron físicamente, pero aun más en lo espiritual.
Esta vez ha sido notablemente diferente. A finales de marzo, me sometí a un procedimiento quirúrgico de 10 horas, seguido de cuatro días de atención hospitalaria. De vuelta en casa, una infección causó estragos en mi sistema. Durante seis semanas, medía el tiempo al ritmo de mi siguiente dosis de analgésicos recetados. Tan pronto como pude levantar mis brazos por encima de mi cabeza, mis tratamientos diarios de radiación oncológica comenzaron.
Cuando termine la radiación en unas semanas, comenzaré un camino de cinco años de tratamientos endócrinos. Con cada día que pasa, a medida que mi dolor disminuye y la realidad se afianza, me doy cuenta de que este viaje contra el cáncer, lejos de ser algo que marcaré como "terminado", es una lección de vida que apenas estoy empezando.
Es un consuelo ser una persona de fe cuando surgen problemas de salud. Antes de la cirugía, recibí los sacramentos de la penitencia y la unción de los enfermos. He sido cubierta por las oraciones de amigos y desconocidos. La celebración de Pascua fue muy conmovedora cuando mi esposo, un converso a la fe, regresó a casa después de realizar sus deberes en el ministerio de música en la Misa de Pascua, la que yo había visto por televisión, con una caja en la mano. Con lágrimas de gratitud llenando nuestros ojos, Greg me ofreció silenciosamente el Cuerpo de Cristo en mi sillón reclinable. "Amén", "aleluya", mi corazón cantó.
De lejos, la lección espiritual más difícil de esta enfermedad y recuperación ha sido la que aparentemente más necesitaba aprender: la humildad. Como muchos adultos mayores, cada vez estoy más preocupada por mi capacidad para seguir funcionando de forma independiente. Inicié esta experiencia esperando estar de pie y en mi escritorio unas semanas después de la cirugía. Sin embargo, lentamente, he aceptado el hecho de que Dios tiene otros planes.
Aprender a aceptar humildemente la ayuda de los demás se ha convertido en una hermosa práctica espiritual para mí durante un tiempo en el que mis disciplinas de oración habituales parecen demasiado desafiantes. Al intentar admitir mi fragilidad y necesidad, estoy descubriendo la dulzura de la virtud que durante mucho tiempo había eludido.
Cuando "quiero hacerlo todo por mí misma" es imposible, la oportunidad de crecer en humildad se presenta en cada momento.
Decir sí a la humildad ha significado aceptar comidas de hermanas de mi parroquia. Sus generosos obsequios nos han sustentado, tanto física como espiritualmente.
Esforzarme por abrazar la humildad me ha ayudado a confiar en que reasignar mis compromisos laborales a otros es una bendición disfrazada.
Dejar atrás el pecado del orgullo me ha llevado a ser honesta sobre la necesidad de buscar cuidado para mi salud mental. La terapia ahora acompaña los tratamientos físicos que llenan mis días.
La lección de humildad más significativa también ha sido la más difícil. Durante semanas, débil y necesitada, acepté humildemente el amor de mi esposo Greg cuando él me bañaba, vestía, y cuidaba hasta recuperar la salud. Luchando contra mi orgullo, le permití asumir mi parte de la responsabilidad en el manejo de nuestro hogar. Y al humildemente permitir que Greg me sirviera con amor desinteresado, Dios nos ha unido de formas que nunca podríamos haber imaginado.
Nuestra vida juntos tendrá pruebas. Seremos más fuertes como pareja enfrentándolas humildemente juntos que si las enfrentáramos con orgullosa independencia. Ser humildes en el servicio amoroso mutuo ha bendecido nuestros 37 años de matrimonio con nueva alegría y esperanza inesperada.
En su clásico espiritual "La Imitación de Cristo", Thomas à Kempis escribió: "Cuanto más humilde seas de corazón y más te sometas a Dios, más sabio serás en todo y tendrás mayor paz". Estoy lejos de ser sabia. Pero, con humildad, paso a paso, me acerco cada vez más a la paz que sobrepasa todo entendimiento.