Poco a poco, la Iglesia se acerca a dos fechas de enorme significado: en orden cronológico, viviremos el V Centenario de las apariciones de la Virgen María al santo Juan Diego en México, en 2031 y, dos años después, en 2033, el II Milenio de la Muerte y Resurrección de Jesúcristo, nuestro Salvador.
Ambas recurrencias, íntimamente unidas en el plano de la fe, no debieran ser, para quienes vivimos en este tiempo, acontecimientos triviales o meramente circunstanciales: con toda certeza podemos decir que tienen en el corazón de Dios –quien sigue llevando hacia adelante la historia de la salvación de los hombres– un valor específico de gracia y bendición. Todo, absolutamente todo lo que sucede en nuestra vida y en nuestra historia, se halla bajo la mirada del Señor que, desde el comienzo del universo, anhela colmar de Su vida y felicidad a todas las cosas por Él creadas, si bien cada una según su orden y perfección.
La acción de Dios, desde el principio, no ha menguado ni mucho menos terminado, sino que continúa, llena de fuerza, día a día, momento a momento, hasta su realización final: con razón, el apóstol san Pablo afirma en la Segunda carta a los Corintios que Cristo es un sí permanente de parte de Dios, y no un sí y después un no (cf. 1,19-20). En efecto, la voluntad divina de salvar a todos los hombres es vigente, actual y siempre renovada en el transcurso de la historia.
Para quienes habitamos el mundo en este todavía joven siglo XXI, la conmemoración de ambos acontecimientos es una oportunidad para vivir, verdaderamente y con mucha fuerza, un auténtico tiempo de gracia, un espacio de encuentro, de reflexión responsable, de profunda gratitud y de intenso empuje hacia adelante, con bríos renovadores y esperanza firme en el porvenir. Central y única será la celebración de la Redención, pero no menos relevante la de las apariciones de Guadalupe, habida cuenta de la íntima unión de María al plan salvífico del Hijo de Dios, y también de la singularidad del fenómeno guadalupano, que llevó al Papa Benedicto XIV a referirse a él con aquellas palabras del Salmo 147: Non fecit taliter omni nationi, esto es, No hizo nada semejante con alguna otra nación .
Sin pretender ofrecer ahora puntos de reflexión particulares sobre estos dos acontecimientos, estamos, sin embargo, en condiciones de ponerlos delante de nuestra mirada de fe y procurar suscitar, con la acción de la gracia y de la intercesión de María, al menos tres reacciones desde el fondo de nuestro ser: 1) asombro alegre, 2) gratitud y examen de conciencia, y 3) petición humilde.
En primer lugar, podemos ser llevados por la actitud del niño del Evangelio al asombro alegre de lo que Dios ha hecho por nosotros: ¡Él hace maravillas por nosotros!, como inspiradamente lo proclamó María en su encuentro con su prima, Santa Isabel. Somos amados, y maravillados podemos abrir nuestros ojos ante la manifestación que, de Su amor, Dios misericordioso nos hace continuamente y de infinitas maneras. Y, si alguna vez, en este movimiento de nuestro ser de querer asombrarnos gozosamente de todos y cada uno de los favores del Señor en nuestra vida y en la historia de la humanidad, el Enemigo nos sugiriera que el peso de nuestra miseria debe frustrar nuestra alegría y nuestra confianza en Dios, tenemos el derecho de afirmar, apoyados en la enseñanza de Jesucristo, que lo que no es posible a nuestra miserable condición de pecadores, sí es posible a la omnipotencia amorosa del Dios único que nos ha salvado por Su Hijo en el Espíritu Santo.
En segundo lugar, siendo conscientes de nuestra pequeñez, podemos apoyarnos en el gozo de la acción amorosa y gratuita de Dios a nuestro favor para exultar, con la fuerza con la que compartimos en la Vigilia Pascual la proclamación del Pregón pascual –llamado, precisamente, Exultet, en latín– dando gracias a Dios por Su largueza y liberalidad con nosotros. Podemos traer también, por ejemplo, a la memoria, la gratitud alegre del pueblo de Dios después de atravesar, sin mojarse, el Mar Rojo, viendo a sus perseguidores vencidos por el poder de Dios actuante en Moisés y Aarón. O imaginemos el sentido de agradecimiento de san Juan Diego Cuautlatoatzin cuando, al volver aquel martes 12 de diciembre de 1531 de la Casa Episcopal, constató que, efectivamente, su tío Juan Bernardino había sido curado tal como la Virgen se lo había asegurado.
Y al mismo tiempo de vivir la gratitud, sería bueno reconocer, con un corazón humilde y confiado, que en muchas ocasiones no hemos cumplido lo que Dios nos pide y nos conviene tanto. En efecto, muchas veces no hemos hecho caso de las palabras que Dios nos ha dirigido, no hemos aprovechado tampoco la ayuda que nos ha ofrecido y no hemos vivido como Él esperaba y aún espera. A nosotros –como dice la oración del profeta Daniel– nos corresponde el oprobio, el dolor y el arrepentimiento, pues hemos merecido los males que hemos padecido y no hemos respondido a Dios según la confianza que Él ha puesto en nosotros . O, en forma más sintética, podemos hacer nuestras las palabras contritas del publicano que oraba en el Templo: ¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador! (Lc 18,13).
En tercer lugar –y volviéndose éste quizá el momento más importante–, culminar este movimiento del corazón pidiendo al Señor que a partir de ahora Él transforme nuestra vida y haga posible en nosotros lo que nosotros no hemos podido. Para intentar que esto se lleve a cabo, podemos aprovechar la sencilla oración que compartió con toda la Iglesia el Papa Juan Pablo I –futuro beato– al final de su Audiencia del 13 de septiembre de 1978: Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas. Y de igual manera, tenemos la posibilidad de hacer presentes en nuestra vida diaria las palabras del amor maternal de Dios expresado a través de María: ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? (n. 119). Estas son las maravillosas frases que, según el Nican Mopohua, pronunció María a san Juan Diego el martes 12 de diciembre de 1531, cuando precisamente él huía y se disculpaba al mismo tiempo de no haber atendido su llamado por la gravedad en la que se hallaba su tío.
Contamos, pues, con la ayuda de Dios mismo, no estamos solos: contamos con el poder de nuestro Padre, con la gracia que nos otorga constantemente por medio de Jesucristo y quien continuamente nos habla a través de Su Palabra; contamos con la fuerza del Espíritu Santo, que actúa incesantemente en nuestra alma y nos orienta a la salvación; y contamos de manera especial con la intercesión de la Madre de la Iglesia, con la de los ángeles y santos, que desean vivamente para nosotros lo que ellos ya experimentan en la patria eterna.
Dios siempre nos ofrece la ayuda necesaria para nuestra conversión, y actualiza constantemente esta ayuda para que podamos caminar hacia Él, creciendo día a día en la comunión con Cristo. Y para favorecer esta comunión, nos concede la ayuda más eficaz: María, que tiene siempre a Cristo en el centro de su vida y, queriendo cumplir su misión de Madre de la Iglesia, nos enseña precisamente a centrar todo en Él. Acudamos a Ella con apertura, para que nos guíe a semejanza de san Juan Diego y nos volvamos una Iglesia en salida que, fraternalmente, se prepare para celebrar con esperanza, entusiasmo y alegría espiritual desbordante, estos dos grandes acontecimientos de fe que viviremos dentro de pocos años.
Miguel Ángel Rodríguez Carballeda, Sacerdote de la Arquidiocesis de Puebla, México
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