Tal vez seas como yo: me encanta la Navidad y, aunque el calendario litúrgico sigue avanzando como debe, siempre me entristece que esta temporada llegue a su fin. Al igual que el reformado Ebenezer Scrooge, trato de aferrarme a esta festividad todo el tiempo que pueda -- al nacimiento del humilde bebé, contado a los asombrados pastores por ángeles -- no solo ángeles ordinarios, sino ángeles heraldos, mensajeros, cuya responsabilidad es anunciar eventos desde lo alto, con un gran ruido celestial.
De eso se trata la palabra "anunciación". Es el gran anuncio, y no sobre la última oferta de Amazon con envío gratis, sino sobre algo más grande de lo que podríamos imaginar: información caída del cielo a la tierra, para nuestro bien. Para nuestro deleite. Para nuestra salvación.
En marzo, con la Navidad habiéndose quedado atrás, la recordamos de nuevo, ya que el 25 de este mes observamos la Solemnidad de la Anunciación como se registra en el Evangelio de San Lucas. El "anuncio" es hecho por el arcángel Gabriel a una joven de Nazaret, Mariam, que es llena de gracia. Motivada por esa gracia, accedió generosamente, permitiendo que este anuncio de la voluntad de Dios cambiara su vida y la de toda la familia humana, pues la historia ha dependido de su "fiat", de su "sí", como nuestra salvación depende de nuestro consentimiento para ser salvados. En eso, María nos ha modelado los medios para pronunciar un "sí" confiado, incluso cuando viene con un poco de miedo y duda.
Ella respondió, "Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho". ?? Sin duda, María estaba abrumada por todo esto. Estoy seguro de que estas anunciaciones, tanto las de Gabriel como las suyas propias, tuvieron un impacto inmediato en su fe, en su vida, en su relación con su familia y con José. A pesar de todo, su santa respuesta, simple y directa, cambió la historia y la trayectoria de la humanidad y de todo su ser. Ella se convirtió en la nueva Eva que nos salvó del pecado original, que nos ayudó a convertirnos una vez más en hijos de la luz. Por obra del Espíritu Santo, Dios engrandeció nuestra humanidad sin disminuir su divinidad.
En la Iglesia de la Anunciación, construida en Nazaret, sobre el lugar donde ocurrió este histórico encuentro, la inscripción en el altar de mármol explica el misterio: "Verbum caro hic factum est". Es decir, "Justo AQUÍ, el Verbo se hizo Carne".
En ese instante de la anunciación -- mucho más silencioso que el canto de los ángeles en Navidad -- la espera terminó; se cumplieron las esperanzas del pueblo elegido de Dios a través de los siglos. Sagrado fue aquel niño concebido en el seno de María, Persona divina, envuelto en nuestra naturaleza humana. Igualmente sagrada es toda persona humana desde el momento de la concepción.
A través de estas anunciaciones combinadas de marzo y diciembre, Dios nos dio el arma más grande de todas en nuestra batalla final contra Satanás. Nos dio a su Hijo único, el Verbo de Dios hecho carne, y a nuestra Santísima Madre, que tanto nos ama, y a la iglesia que es el cuerpo de Cristo. No olvidemos que María ha sido llevada en cuerpo y alma al cielo.
Por eso, este mes, hoy, y todos los días, les hago este anuncio solemne: Jesús está con nosotros y lo estará hasta el fin de los tiempos, como lo ha prometido. Ha cumplido la voluntad de su Padre, reuniendo discípulos y amigos, ofreciéndonos los Sacramentos, de manera preeminente su Cuerpo y Sangre vivos en la Sagrada Eucaristía, que nos encomendó la noche en que hizo su propio "fiat" en Getsemaní. Padeció libremente y murió una muerte cruel y resucitó, una realidad que celebraremos pronto y muy pronto.
Oh, María, Madre del Verbo Encarnado, ruega por nosotros.