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Ante el peligro de vivir como si la Iglesia fuera sólo "escándalos, controversias, choques de personalidades, chismes o, a lo sumo, algunas bendiciones en el ámbito social"; en definitiva, “cosa de hombres como todo en el curso de la historia", el cardenal Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en sus reflexiones de Adviento propone "mirar a la Iglesia desde dentro, en el sentido más fuerte de la palabra, a la luz del misterio del que es portadora", para no perder de vista el misterio que la habita.
El tema de las meditaciones, que se llevan a cabo en el Aula Pablo VI los tres viernes anteriores a la Navidad, es: "Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo", tomado de los versículos 4-7 del capítulo 4 de la Carta de San Pablo a los Gálatas, que resume todo el misterio cristiano. El cardenal tiene la intención de continuar la predicación de la pasada Cuaresma, en la que había "tratado de poner de relieve el peligro de vivir 'etsi Christus non daretur', 'como si Cristo no existiera'".
En la meditación de hoy, titulada “Dios envió a su Hijo para que recibiéramos la adopción filial”, el religioso capuchino se concentró sólo en la primera parte del texto del Apóstol de las gentes que guía sus sermones de Adviento y subrayó que "la paternidad de Dios está en el corazón mismo de la predicación de Jesús". A lo que añadió que si "incluso en el Antiguo Testamento Dios es visto como un padre", la novedad del Evangelio "es que ahora Dios no es visto tanto como 'padre de su pueblo Israel', en un sentido colectivo, por así decirlo, sino como padre de cada ser humano, ya sea justo o pecador", y "cuida de cada uno como si fuera el único; de cada uno conoce las necesidades, los pensamientos y hasta cuenta el pelo de su cabeza".
En definitiva, lo que Jesús enseña es que "Dios no sólo es padre en sentido metafórico y moral, en la medida en que ha creado y cuida a su pueblo", sino que es "ante todo padre verdadero y natural, de un hijo verdadero y natural al que engendró... antes del principio de los tiempos" y gracias al cual:
“También los hombres pueden llegar a ser hijos de Dios en sentido real y no sólo metafórico”
El cardenal Cantalamessa afirmó asimismo que es con el misterio pascual de la muerte y la resurrección de Cristo, es decir, gracias a la redención que realizó y nos aplicó en el bautismo, que, como dice San Pablo, "nos hemos convertido en 'hijos en el Hijo'", que "Cristo se ha convertido en 'el primogénito entre muchos hermanos'".
El purpurado dijo que para expresar todo esto, el Apóstol se sirve de la idea de adopción, “para que recibiéramos la adopción filial”, “nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos”. “Es sólo una analogía y, como toda analogía, insuficiente para expresar la plenitud del misterio. La adopción humana, en sí misma, es un hecho jurídico”.
“El niño adoptado asume el apellido, la ciudadanía, la residencia de quien lo adopta, pero no comparte su sangre ni el ADN del padre; no ha habido concepción, dolores y parto. Esto no es así para nosotros. Dios nos transmite no sólo el nombre de los hijos, sino también su vida íntima, su Espíritu que es, por así decirlo, su ADN. A través del bautismo, la vida misma de Dios fluye en nosotros”
Tanto es así que, dijo el predicador de la Casa Pontificia, que San Juan habla "de generación verdadera y propia, de nacimiento de Dios", por lo que "en el bautismo nacemos 'del Espíritu', renacemos 'de lo alto'". Para el cardenal Cantalamessa, lo que dijo el Papa en la audiencia general del pasado 8 de septiembre es importante en este sentido:
“Nosotros, los cristianos, a menudo damos por sentada esta realidad de ser hijos de Dios. En cambio, es bueno recordar siempre con agradecimiento el momento en que lo fuimos, el de nuestro bautismo, para vivir con mayor conciencia el gran don recibido”
Mientras reflexionando sobre las palabras del Pontífice, el cardenal Cantalamessa señaló: “He aquí nuestro peligro mortal: dar por sentadas las cosas más sublimes de nuestra fe, incluida la de ser nada menos que hijos de Dios, del creador del universo, el Todopoderoso, el eterno, el dador de la vida. San Juan Pablo II, en su carta sobre la Eucaristía, escrita poco antes de su muerte, hablaba de la ‘maravilla eucarística’ que los cristianos deben redescubrir. Lo mismo debería decirse de la filiación divina: pasar de la fe al asombro”.
En el sacramento del bautismo, continuó explicando el predicador, "la parte de Dios o la gracia del bautismo es múltiple y riquísima: filiación divina, remisión de los pecados, inhabitación del Espíritu Santo, virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad infundidas en el alma", la contribución del hombre, en cambio, "consiste esencialmente en la fe". Pero se necesita "la fe-asombro, ese ensanchamiento de los ojos y ese ¡Oh! de asombro" ante el don de Dios, "el 'gusto' de la verdad de las cosas creadas" y el "sabor" de la verdad, incluido el sabor amargo de la verdad de la cruz". En definitiva, la "verdad creída" debe convertirse en "realidad vivida":
“Nos preguntamos: ¿es posible, más aún, es lícito, aspirar a este nivel diferente de fe en el que no sólo se cree, sino que se experimenta y se ‘saborea la verdad creída? La espiritualidad cristiana ha ido a menudo acompañada de una reserva, o incluso (como en el caso de los reformadores) por un rechazo de la dimensión experiencial y mística de la vida cristiana, vista como cosa inferior y contraria a la fe pura”.
“Pero, a pesar de los abusos, que también se han producido, en la tradición cristiana nunca ha faltado la corriente sapiencial que coloca la cima de la fe en ‘saborear’ la verdad de las cosas creídas, en el ‘gusto’ de la verdad, incluido el sabor amargo de la verdad de la cruz”
Ante la pregunta acerca de “¿cómo es posible este salto cualitativo de la fe a la maravilla de sabernos hijos de Dios? La primera respuesta es: ¡la palabra de Dios! (Hay un segundo medio, igualmente esencial: el Espíritu Santo, pero lo dejaremos para la próxima meditación). San Gregorio Magno compara la Palabra de Dios con el pedernal, es decir, con la piedra que antiguamente se utilizaba para producir chispas y encender el fuego”. Es necesario, dijo el predicador, hacer con la Palabra de Dios lo que se hace con un pedernal: golpearlo repetidamente hasta que se produzca una chispa. Rumiarlo, repetirlo, incluso en voz alta.
El cardenal Cantalamessa también invitó a rezar para tomar conciencia de ser hijos de Dios y de su dignidad como cristianos. Todo ello llevará también a tomar conciencia de "la dignidad de los demás, que también son hijos e hijas de Dios", y de la paternidad de Dios hacia toda la humanidad, y afirmó:
“Para nosotros, los cristianos, la fraternidad humana tiene su razón última en el hecho de que Dios es padre de todos, que todos somos hijos e hijas de Dios y, por lo tanto, hermanos y hermanas entre nosotros. No puede haber un vínculo más fuerte que este y, para nosotros los cristianos, una razón más urgente para promover la fraternidad universal”
Para el predicador de la Casa Pontificia, madurar la fraternidad universal significa también no tentar a Dios "pidiéndole que abogue por nuestra causa contra el hermano", no querer tener razón y que el otro se equivoque, tener misericordia unos con otros, lo cual es "indispensable para vivir la vida del Espíritu y la vida comunitaria en todas sus formas", "para la familia y para toda comunidad humana y religiosa, incluida la Curia Romana". Finalmente, el cardenal Cantalamessa cerró su meditación expresando la esperanza de que la Escritura pueda ayudarnos a descubrir el verdadero significado de ser hijos de Dios.
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