Por Virginia Bonard*
Una niña moribunda que se salva gracias a las oraciones de su padre: es este el episodio contado por el Papa Francisco en el Ángelus del pasado domingo 24 de octubre. El Papa habló sobre el pasaje evangélico de Bartimeo, aquel ciego que reconoció al Mesías, le gritó por su misericordia y le pidió piedad por él, por todo “su él”. El ciego suplicó fuerte, a gritos, desde su fe. Francisco viajó hacia la interioridad del mendigo ciego del que da que cuenta Marcos, y reflexionó:
“Bartimeo no usa muchas palabras. Dice lo esencial y se encomienda al amor de Dios, que puede hacer volver a florecer su vida realizando lo que es imposible a los hombres. Por esto no le pide al Señor una limosna, sino que manifiesta todo, su ceguera y su sufrimiento, que iba más allá del no poder ver. La ceguera era la punta del iceberg, pero en su corazón tendría otras heridas, humillaciones, sueños rotos, errores, remordimientos. El rezaba con el corazón. ¿Y nosotros? Cuando le pedimos una gracia a Dios, ¿ponemos en la oración nuestra propia historia, las heridas, las humillaciones, los sueños rotos, los errores, los remordimientos?”.
Pero el Papa fue más allá en su viaje, recurrió al arcón de sus recuerdos y llegó hasta una noche de verano del año 2005 o 2006 ante las rejas de la basílica de Nuestra Señora de Luján, patrona de la Argentina, en su querido terruño:
“Muchos de nosotros, cuando rezamos, no creemos que el Señor pueda hacer el milagro. Me acuerdo de aquella historia —que he visto— de aquel papá al que los médicos habían dicho que su hija de nueve años no iba a pasar de la noche; estaba en el hospital. Tomó un autobús y viajó setenta kilómetros hasta el santuario de la Virgen. Estaba cerrado, y aferrado a las rejas, pasó toda la noche rezando: ‘¡Señor, sálvala! ¡Señor, dale la vida!’. Rezaba a la Virgen, toda la noche gritando a Dios, gritando desde el corazón. Luego, por la mañana, cuando regresó al hospital, encontró a su esposa llorando. Y pensó ‘ha muerto’. Y la esposa le dice: ‘es incomprensible, no se entiende, los médicos dicen que es algo extraño, parece curada’. El grito de este hombre, que pedía todo, fue escuchado por el Señor que le había dado todo. Esto no es un cuento: lo he visto yo, en la otra diócesis. ¿Tenemos esta valentía en la oración?”.
¿Qué pasó esa noche en Luján? Queremos probar de esa gracia y conocerla, paladearla para seguir gustando del Bueno de Dios, su Madre, su presencia y acción en nuestras vidas y en la historia. Un sacerdote argentino —que elige diluirse en el milagro y, por lo tanto, no ser citado — nos contó los detalles de lo que pasó esa noche de verano:
“Yo fui testigo de ese milagro. Cuando lo charlé con el Papa, cuando era obispo en Buenos Aires, le dije que siempre lo dijera en primera persona, que por favor a mí no me nombrara. Él se asombra con este milagro de tanto que le conté. Una noche de verano, yo venía de la casa de mis parientes que tengo en Luján, creo que habíamos tenido una fiesta, cruzando la plaza a la medianoche me encuentro con un hombre joven, agarrado a las rejas, pasando un ramo de rosas. Me acerqué a él y le pregunté qué le pasaba. El hombre me contó que tenía a su hijita muy grave, internada. Había llegado desde capital caminando hasta Luján y el ramo de rosas se lo habían dado los amigos que lo acompañaban desde el auto, él se lo estaba dejando a la Santísima Virgen. Yo le dije ‘entremos a la basílica’. Serían las doce de la noche. ‘Vos solo, tus amigos no pueden entrar, yo me hago cargo de vos solo'. Entramos por la parte de atrás de la basílica, por la casa, le dije a la guardia que yo me hacía cargo de ese hombre, que si pasaba algo yo me hacía responsable. Este padre dejó el ramo de flores en el florero que siempre ponemos nosotros [los sacerdotes y servidores del santuario], se arrodilló delante del presbiterio, mientras yo me sentaba en el primer banco y me ponía a rezar. Él en silencio arrodillado y yo sentado, rezando el Santo Rosario por su hijita. Después de que terminé de rezar, habrán pasado veinte minutos, el hombre salió, lo bendije y nos despedimos. Eso pasó un domingo. Al sábado siguiente yo estaba confesando, se acerca este hombre —yo no lo reconocí… con toda la gente que pasa por basílica y en verano muchísima más—, era él y su hijita rubia de unos 8 o 9 años. Me dijo ‘padre, ¿me conoce?’. Le respondí: ‘¿Quién sos?’. ‘Soy el hombre que estuvo rezando el otro día con usted. ¡Esta es mi niña! ¡La Virgen me hizo el milagro! Cuando estábamos rezando con usted a las doce de la noche por mi hijita, mi niña se sentó y pidió comer. Yo llegué más tarde, después del viaje, a la madrugada a ver cómo estaba. Pregunté en terapia intensiva y me dijeron que mi hija ya no estaba ahí. Pensé que se había muerto, pero no, estaba con la madre en una sala.’ En esto miremos el Evangelio: cuando Jesucristo cura al siervo del centurión fue a la distancia. El evangelio sigue vivo, se repite y desde María. Esto es lo que quiero contar. Esta es la verdadera historia y hay otras más que yo le conté a Francisco cuando estaba en Buenos Aires. Me pidió que escribiera estas cosas, y es lo que estoy haciendo, pero muy, muy despacio.”
En esta narración no hay nombres, pero sí hechos. El sacerdote que elige no aparecer nunca más volvió a saber de esta familia bendecida con la salud de su hija. Nos mira con claridad un enorme testimonio de compromiso humilde con la fe. El evangelio actualizado en estas repeticiones maravillosas nos pone cara a cara con el misterio de Dios y su acción en todo tiempo. Nuestro amigo el sacerdote reafirma con estas palabras que en el santuario, “los milagros que la Virgen concedía eran como pasar de una página del evangelio a la otra, nunca tomé los nombres de los ‘milagrados’, solo agradecía y alababa a Dios. Con la Virgen María la experiencia que yo tengo es vivir el evangelio de punta a punta”.
*Periodista y escritora argentina.
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