Somos libres porque fuimos liberados gratuitamente: lo recordó el Papa Francisco al reflexionar este 13 de octubre en la Audiencia General, sobre la Carta de San Pablo a los Gálatas. Para san Pablo – explicó Francisco – el núcleo central de la libertad es el hecho de que “con la muerte y resurrección de Jesucristo, hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte”. En otros términos, somos libres "porque hemos sido liberados por gracia y amor", y no "por haber pagado".
El Santo Padre precisó que el amor por el que fuimos liberados se convierte así "en la ley suprema y nueva de la vida cristiana”, de modo que esta "novedad" de vida, "abre a acoger a cada pueblo y cultura", y, al mismo, tiempo "abre a cada pueblo y cultura a una libertad más grande”. Recordando luego que San Pablo fue atacado por sus detractores al decir que “para quien se adhiere a Cristo ya no cuenta ser judío o pagano”, sino sólo “la fe que actúa por la caridad”, pues, sostenían que el apóstol había tomado esa posición por “oportunismo pastoral, es decir, para gustar a todos”, señaló que se trata de un discurso que repiten “los fundamentalistas de hoy”. Y, visualizando cómo la historia se repite, puso el Papa en ejemplo el actuar de Pablo que “no permanece en silencio”, sino que responde con coraje:
«Porque ¿busco yo ahora el favor de los hombres o el de Dios? ¿O es que intento agradar a los hombres? Si todavía tratara de agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal 1,10).
Pablo, con su libertad, donada por el amor y gracia de Dios, demuestra un pensamiento – observó el Santo Padre- de una “profundidad inspirada”, pues, "acoger la fe conlleva para él renunciar no al corazón de las culturas y de las tradiciones, sino solo a lo que puede obstaculizar la novedad y la pureza del Evangelio". Esto, tal como explicó seguidamente Francisco, sucede “porque la libertad obtenida de la muerte y resurrección del Señor no entra en conflicto con las culturas, no entra en conflicto con las tradiciones que hemos recibido, sino que más bien introduce en ellas una libertad nueva, una novedad liberadora”, es decir, “la del Evangelio”.
La liberación obtenida con el bautismo, de hecho, nos permite adquirir la plena dignidad de hijos de Dios, de forma que, mientras permanecemos bien arraigados en nuestras raíces culturales, al mismo tiempo nos abrimos al universalismo de la fe que entra en toda cultura, reconoce las semillas de verdad presentes y las desarrolla llevando a plenitud el bien contenido en ellas.
De este modo, “en la llamada a la libertad” se descubre – tal como indicó el Papa – “el verdadero sentido de la inculturación del Evangelio”, que “toma la cultura en la que vive la comunidad cristiana y habla de Cristo, pero con esa cultura”, respetando “lo que de bueno y verdadero existe” en ellas. Una tarea sin embargo “no fácil”, pues “son muchas las tentaciones de querer imponer el proprio modelo de vida como si fuera el más evolucionado y el más atractivo”.
¡Cuántos errores se han realizado en la historia de la evangelización queriendo imponer un solo modelo cultural! La uniformidad. Y esto -la uniformidad como norma de vida- no es cristiana. Unidad sí, uniformidad no. A veces, no se ha renunciado ni siquiera a la violencia para que prevalezca el propio punto de vista. Pensemos en las guerras, ¿no? De esta manera, se ha privado a la Iglesia de la riqueza de muchas expresiones locales que llevan consigo la tradición cultural de enteras poblaciones. ¡Pero esto es exactamente lo contrario de la libertad cristiana!
La libertad de la fe cristiana es, en cambio, “dinámica”, pues no indica una visión “estática” de la vida y de la cultura, sino que, iluminada y fecundada por el misterio de Cristo, que en su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre, indica la “variedad”: una variedad “unida”, precisó el Santo Padre.
De aquí deriva el deber de respetar la proveniencia cultural de cada persona, incluyéndola en un espacio de libertad que no sea restringido por alguna imposición dada por una sola cultura predominante. Este es el sentido de llamarnos católicos, de hablar de Iglesia católica: no es una denominación sociológica para distinguirnos de otros cristianos; no. Católico es un adjetivo, un adjetivo que significa universal. La catolicidad, la universalidad. Iglesia universal, es decir, católica, significa que la Iglesia tiene en sí, en su naturaleza misma, la apertura a todos los pueblos y las culturas de todo tiempo, porque Cristo ha nacido, muerto y resucitado por él, por todos.
Por ese motivo la afirmación final del Papa en la catequesis de este día: no pretendemos tener posesión de la libertad, sino que hemos recibido “un don para custodiar”, que nos pide a cada uno estar en un constante camino, orientados hacia a la plenitud que todos estamos llamados a alcanzar.
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