por Valerio Palombaro
En plena Guerra Fría, tras dos años de intensa actividad diplomática en la que la Santa Sede fue uno de los protagonistas, 35 Estados firmaron el acta final de la Conferencia de Helsinki el 1 de agosto de 1975, abriendo las puertas a la distensión entre Oriente y Occidente. El sentimiento de inseguridad y desconfianza de la época, creado por el prolongado conflicto ideológico, se transformó en terreno fértil para la creación del "espíritu de Helsinki", una visión de la seguridad europea destinada a dar cabida a un concepto más amplio de la paz como elemento para fomentar la cooperación entre los Estados.
El acta final de la Conferencia de Helsinki sobre Seguridad y Cooperación (Csce) condujo años más tarde a la creación de la organización homónima (OSCE), la mayor organización intergubernamental existente en la actualidad para promover la seguridad regional, que ha ido creciendo hasta incluir a 57 países miembros.
La OSCE abarca más de mil millones de ciudadanos y se extiende desde Vancouver hasta Vladivostok. Además de Estados Unidos y todos los países europeos, entre sus miembros se encuentran Canadá y Rusia. Tras la caída de la URSS, todas las nuevas repúblicas de Europa del Este y Asia Central se convirtieron en miembros de la OSCE, al igual que los Estados balcánicos surgidos tras la disolución de la antigua Yugoslavia.
Sin embargo, con el paso de los años parece haberse perdido el impulso inicial del decálogo de principios fundamentales en el que coincidieron políticos como Aldo Moro, Valerie Giscard d'Estaing, Leonid Brezhnev y Gerald Ford en la capital finlandesa en 1975: La igualdad soberana; el no recurso a la amenaza o al uso de la fuerza; la inviolabilidad de las fronteras; la integridad territorial de los Estados; la solución pacífica de las controversias; la no injerencia en los asuntos internos; el respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, incluida la libertad de pensamiento, de conciencia, de religión o de creencias; la igualdad de derechos y la autodeterminación de los pueblos; la cooperación entre los Estados; y el cumplimiento de buena fe de las obligaciones derivadas del derecho internacional.
La contribución diplomática de la Santa Sede, representada en la Conferencia por el cardenal Achille Silvestrini, fue especialmente significativa, como demuestra la inclusión del principio de libertad religiosa en el acta final. La Conferencia de Helsinki, en palabras del cardenal Silvestrini, "representó una experiencia única por su valor", ya que "fue la primera vez desde el Congreso de Viena de 1815 que la Santa Sede participó como miembro de pleno derecho en un Congreso de Estados".
Según Silvestrini, además, "la presencia de la Santa Sede en Helsinki representó un signo concreto de la concepción de la paz entre las naciones como un valor moral antes de ser una cuestión política, y una oportunidad para reivindicar la libertad religiosa como una de las libertades fundamentales de toda persona y como un valor y correlato en las relaciones entre los pueblos". Así, con el fin de aprovechar las raíces cristianas comunes, la Santa Sede introdujo el tema de la libertad religiosa en la Conferencia de Helsinki. "Recuerdo la emoción con la que, el 7 de marzo de 1973, presentamos, en el marco de los principios que deben regir las relaciones entre los Estados, una propuesta sobre la libertad religiosa, recordando que en la historia de Europa había una cultura común, la cristiana", explicaba años después el propio cardenal Silvestrini.
El constante compromiso diplomático desde una posición superpartes, a favor de la convivencia pacífica entre los Estados y el bien común, hizo de la Santa Sede un apreciado interlocutor en la Conferencia de Helsinki. Este camino también estuvo marcado por fuertes gestos como la adhesión de la Santa Sede, instada por la URSS, al Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares. El papel de la diplomacia vaticana resultó decisivo también a la luz de la actuación llevada a cabo durante la fase preparatoria de la conferencia a través de la Ostpolitik promovida por el cardenal Agostino Casaroli, defensor junto a Silvestrini de la apertura y la distensión hacia Europa del Este refrendada por el papa Pablo VI.
Se trata de ese "martirio de la paciencia", del que habla el propio cardenal Casaroli en el título de su libro dedicado a las relaciones entre la Iglesia católica y los países comunistas entre 1963 y 1989, que llevó a la Santa Sede a aprovechar todos los espacios posibles para abrirse camino en Europa del Este. En este marco, la Santa Sede participó en la conferencia de Helsinki como protagonista, tratando de reafirmar el concepto de Europa como un continente único que encuentra cohesión en valores y principios comunes.
El Papa Juan Pablo II, muy atento a la cuestión de la libertad religiosa, supo captar plenamente el potencial del acta final de Helsinki: la difusión en los países de Europa del Este del texto de este acuerdo dedicado a la cooperación multilateral habría tenido un efecto perturbador en la lucha contra los regímenes autoritarios que ahogaban los derechos humanos. El drama del conflicto de Ucrania, con el que Europa ha vuelto a un pasado bélico que parecía superado, atestigua que el "espíritu de Helsinki" puede ser una llama que siga iluminando el camino para que las naciones redescubran el diálogo y la paz en nuestro continente. La condición previa para este desarrollo sigue siendo que "se silencien las armas" para que, como reiteró el Papa Francisco en su audiencia general del miércoles 27 de abril, "quienes tienen el poder de detener la guerra escuchen el grito de paz de toda la humanidad".