Hablen con cualquier padre que haya enviado a su hijo a volar solo al mundo para luego verlo regresar a casa, o que lo haya apoyado durante un proceso de rehabilitación solamente para verlo recaer. Hablen con cualquier hijo adulto que haya recibido a su padre o madre en su casa cuando la vejez, la enfermedad o la discapacidad así lo exigen. Hablen con las parejas que han formado familias ensambladas después de un divorcio o la muerte de uno de los cónyuges. Hablen con las familias que han tenido que afrontar complicaciones médicas inesperadas y devastadoras.
La vida familiar no es un camino llano que conduce al éxito. Tiene subidas y bajadas, nos estancamos, retrocedemos, giramos y vamos en direcciones que jamás nos habíamos imaginado. Pero la familia es el espacio donde aprendemos a amar, a servir y a humillarnos una y otra vez, para cuidar de Cristo en medio de nosotros.
En la familia, estamos permanentemente llamados a reorganizar nuestras vidas en torno a quienes más necesitan nuestra ayuda: un recién nacido, un niño enfermo, un hueso roto, un dolor de estómago, un corazón destrozado, la pérdida de un trabajo, un diagnóstico inesperado o una crisis de salud mental.
Pero la vida familiar, que es una escuela de amor, no está destinada simplemente a crear un "producto terminado", sobre todo si pensamos que el único objetivo es formar adultos capaces, exitosos, sanos e independientes. Por el contrario, estamos llamados a cuidar de los más débiles durante toda la vida.
En el Antiguo Testamento, Dios llama al pueblo una y otra vez a cuidar de la viuda, el huérfano y el extranjero. Se trataba de los más débiles, los olvidados y los desamparados: los más pequeños entre nosotros. A través de los profetas y los líderes, Dios recuerda al pueblo que debe mostrar especial atención, amor y misericordia a aquellos que carecen de estatus, influencia o recursos: "Porque el Señor su Dios es Dios de dioses... que hace justicia al huérfano y a la viuda; ama al extranjero y le da ropa y alimentos. También ustedes amarán al extranjero". (Dt 10,17-19).
En el Evangelio, Jesús deja aún más en claro el llamado a cuidar de los vulnerables al identificarse con los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos y encarcelados: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo". (Mt 25,40).
El Catecismo de la Iglesia Católica también enseña que las familias fueron creadas para cuidar de los más vulnerables, y también para llamar a las comunidades a cuidar de los necesitados: "La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el cuidado y la responsabilidad respecto de los pequeños y mayores, de los enfermos o disminuidos, y de los pobres. Numerosas son las familias que en ciertos momentos no se hallan en condiciones de prestar esta ayuda. Corresponde entonces a otras personas, a otras familias, y subsidiariamente a la sociedad, proveer a sus necesidades. 'La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo'" (CIC 2208).
Así es como las familias trabajan para el Reino de Dios. Nos ocupamos de limpiar cuando los niños se enferman, y enseñamos a nuestros hijos a cuidar de la creación. Preparamos la cena todas las noches, y compartimos lo que tenemos con quienes necesitan ayuda. Doblamos la ropa y enseñamos a nuestros hijos a votar responsablemente y contactar a nuestros representantes. Nos animamos mutuamente, y hablamos de las últimas noticias a la luz de la fe. Rezamos los unos por los otros, y por quienes no tienen a nadie que ore por ellos.
Las familias personifican lo que significa que los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros. No podemos ignorar ese llamado.