Somos un pueblo marcado por la Pascua, y 'aleluya' es nuestro canto. Nos gusta citar a San Agustín cuando hablamos de lo que significa la Iglesia de Jesucristo. Y sinceramente, quizás no haya una descripción mejor. Pero creo que muchos de nosotros, en algún momento, hemos perdido la esperanza de experimentar la plenitud de la salvación que la resurrección de Cristo representa aquí, en nuestra vida terrenal. En cambio, nos conformamos con mucho menos de lo que Dios tiene pensado para nosotros.
¿Qué quiero decir con esto? Básicamente, que muchos católicos simplemente han perdido la esperanza.
A menudo esto es lo que nos pasa. Nos vamos haciendo mayores, nos sentimos agobiados por las responsabilidades de la vida adulta, y el brillo de nuestra fe, nuestra confianza de niños en Dios, puede comenzar a desvanecerse. Rezamos, pero no obtenemos la respuesta que deseamos. Pasamos por momentos de sufrimiento y pérdida, pero encontramos poco alivio o consuelo. Nos frustramos al chocar una y otra vez contra la misma pared, y caemos en las mismas tentaciones y pecados.
Entonces, levantamos las manos en señal de rendición y decidimos conformarnos con cómo son las cosas, y más aún, con cómo somos nosotros mismos. Nos convencemos de que nada va a cambiar, que todo lo que nos han enseñado a creer simplemente no funcionará para nosotros. Dios puede estar muy ocupado bendiciendo a otras personas, pero no podemos esperar ser santos, sanados o perdonados en el corto plazo. Nos autoconvencemos de que la vida simplemente no funciona de esa manera. Es posible que las historias del Evangelio sean verdaderas, pero es poco probable que Jesús alguna vez nos hable o nos transforme, y mucho menos nos resucite de entre los muertos.
En momentos de desesperanza, es comprensible sentir la tentación de rendirnos. Muchos lo han hecho, y es totalmente entendible. Llega un punto en que nos preguntamos una y otra vez, '¿Por qué estoy aquí?', hasta que decidimos no estarlo. O permitimos que las mentiras del enemigo nos distraigan, nos desanimen y nos alejen de lo que Dios quiere darnos. El problema es que cuando perdemos la esperanza, también perdemos la capacidad de recibir cualquier cosa que se nos ofrezca.
La Pascua nos marca el camino correcto.
El maligno quiere hacernos creer que los defectos de carácter que siempre hemos tenido, los mismos que son responsables de la mayoría de nuestros pecados confesados, no van a desaparecer nunca. Pero eso no es cierto. Aunque tal vez no alcancemos la perfección en esta vida, podemos lograr un progreso real y significativo. Es difícil erradicar viejos hábitos, pero allí donde nuestros esfuerzos no son suficientes, interviene la gracia de Dios. El Espíritu Santo que habita en nuestros corazones es el don de la gracia santificante. Lo que no se logre aquí en la tierra, se completará en el purgatorio. La buena noticia es que todo el que quiera ser santo llegará a serlo.
Podemos caer en la tentación de renunciar a sanar las heridas del pasado. Agobiados por el dolor y en medio de una lucha por encontrar la paz, es fácil olvidarnos de la presencia sanadora de Dios. Sin embargo, las heridas glorificadas de Jesús no solo demuestran lo que Dios es capaz de hacer. Todo lo que hemos sufrido se transforma en parte de nuestra redención y también contribuye a la redención de otros. La Pascua nos enseña que los aspectos más feos de nuestra vida pueden convertirse no solo en algo bello, sino en algo glorioso.
Nuestros pecados, por más grandes que sean, pueden ser perdonados. No hay nada que nos aparte del alcance de Dios, salvo nuestra propia decisión de rechazar su misericordia. El enemigo de nuestras almas se regocijaría al vernos sumidos en nuestras propias miserias, dudando de la voluntad de Dios para perdonarnos. La Pascua nos muestra que eso es precisamente lo que el Salvador hace por cualquiera que se lo pida.
La salvación no se trata simplemente de un final feliz en otra vida. La piedra ha sido removida. El reinado del Rey Vencedor comienza aquí y ahora. No nos convertimos en lo que fuimos creados para ser solo al dejar este mundo atrás. La muerte en todas sus formas ha sido vencida por Cristo resucitado. No tenemos que morir con la carga de todos nuestros pecados y fracasos. Jesús rompe el vínculo del pecado. Podríamos ser tentados a dudar de la verdad o del poder de la Resurrección, como hicieron algunos de los discípulos de Jesús. Pero la Pascua realmente lo cambia todo, y puede cambiarnos a nosotros. Más aún, la Pascua puede resucitarnos de entre los muertos.