La deportación es frecuentemente vista como el último recurso en la aplicación de las leyes de inmigración. No es considerada un castigo, sino más bien como el ejercicio del derecho soberano de un gobierno para excluir de su nación a quienes sus leyes así lo determinen. Más comunes son las expulsiones, que ocurren en los puntos de entrada, como fronteras terrestres o aeropuertos. La deportación implica la expulsión de extranjeros con antecedentes criminales o, en algunos casos, de personas que han excedido el tiempo de su visa o que se encuentran en el país sin autorización. Por lo general, la salida voluntaria se presenta como la primera opción.
Sin embargo, es necesario hacer distinciones en cuanto a los extranjeros con antecedentes criminales que han cometido delitos graves, como tráfico de drogas, robo, o crímenes violentos, incluyendo delitos sexuales.
Los delitos menores no suelen considerarse motivo de deportación, ya que las leyes de inmigración regulan infracciones civiles y se tratan de manera diferente. Sin embargo, las personas indocumentadas, e incluso aquellas con estatus legal, pueden ser deportadas por ciertos delitos menores.
La nueva administración presidencial ha prometido llevar a cabo la deportación masiva de los aproximadamente 11-12 millones de personas indocumentadas en nuestro país. La expulsión de extranjeros criminales que han cometido delitos graves y han sido sentenciados y que representan una amenaza para las comunidades, es un cumplimiento lógico de la ley de inmigración. Sin embargo, la deportación casi indiscriminada, que podría afectar a familias con estatus legal mixto -- con algunos miembros nacidos en Estados Unidos o residentes permanentes -- es un tema completamente diferente.
En la década de 1980, nuestro país enfrentó una situación similar a la actual, con aproximadamente 3-5 millones de personas indocumentadas. Se encontró una solución otorgando la residencia permanente a aquellos que cumplían ciertas condiciones de residencia y buen comportamiento. Si este programa hubiera sido más inclusivo, no habría dejado un número residual de personas indocumentadas que contribuyeron a la situación actual.
Además, la aplicación completa de sanciones a los empleadores por contratar a personas indocumentadas nunca se llevó a cabo de manera efectiva. La condición de indocumentado no es buena ni para las personas ni para el país. La solución ya fue encontrada en el pasado y podría aplicarse nuevamente con una mejor comprensión del valor económico de los inmigrantes, así como de las implicaciones morales y sociales de expulsar a ciudadanos en potencia.
A veces, el análisis comparativo permite aclarar problemas conceptuales. Si utilizara los términos "amnistía" o "legalización", como se hizo en la legalización de 1986, pocos escucharían. Sin embargo, el ejemplo de Italia, un país que enfrenta la presencia de muchos inmigrantes indocumentados debido a sus miles de kilómetros de costa abierta, es la emisión periódica de una "sanatoria", un proceso para regularizar la presencia de personas indocumentadas y reconocer su contribución al país. Un enfoque similar ha sido utilizado en Estados Unidos en el pasado. La disposición de registro en la ley de inmigración de Estados Unidos nunca ha promovido un “enfoque para salir impune".
Más bien, se basa en la equidad social y el sentido común. Si las personas están trabajando, son autosuficientes, pagan impuestos, e incluso contribuyen a la Seguridad Social, deberían tener la oportunidad de quedarse. Esta disposición de la ley fue introducida en 1929, y la última fecha de registro es de 1972. Si esta fecha se actualizara a 2010, se estima que 6.8 millones de personas podrían ser legalizadas. Esto sería más beneficioso para el país y menos costoso.
En el pasado, las restricciones a la inmigración solían provenir de una filosofía de aislamiento. Después de la Primera Guerra Mundial, muchos estadounidenses creían que la interacción con el resto del mundo no era necesaria, y se aprobó la Ley de Inmigración de 1924 (también conocida como la Ley Johnson-Reed), una medida extremadamente restrictiva y racista. Sin embargo, en el mundo globalizado de hoy, es casi imposible sobrevivir con una actitud de aislamiento en términos de comercio y migración. El mundo se ha vuelto interdependiente. Las barreras físicas hacen poco para detener la migración, dado que todas las fuerzas sociales y económicas la fomentan.
Antes de recurrir a programas de deportación masiva, que no solo son costosos sino también altamente disruptivos para la sociedad y la unidad familiar, quizá se debería intentar un programa para sanar la herida de la migración indocumentada en nuestro país. Habiendo estado personalmente involucrado en la defensa de la ley de legalización de 1986 durante mi tiempo como director ejecutivo del Comité de Migración de los Obispos de Estados Unidos, sé que la acción bipartidista es muy necesaria.
En la década de 1970, también fui testigo de redadas en lugares de trabajo que causaron daños físicos tanto a extranjeros como a trabajadores inmigrantes. En su intento por escapar de los lugares de trabajo, muchos resultaron heridos al saltar por las ventanas. Además, el personal encargado de hacer cumplir la ley se vio en situaciones insostenibles y peligrosas en los lugares de trabajo al intentar perseguir y arrestar a los trabajadores.
Sin duda, Estados Unidos es capaz de adoptar un enfoque más reflexivo y civilizado para abordar la migración que la deportación masiva de inmigrantes y sus familias, quienes contribuyen al bienestar nacional.
Los católicos y todas las personas de buena voluntad deberían oponerse a este plan y promover la legalización e integración de los inmigrantes que continúan aportando a nuestra nación.