Por Genaro Ávila-Valencia, SJ
Teresa de Lisieux, mejor conocida como Santa Teresita del Niño Jesús y de la Santa Faz, es una de las santas más conocidas y queridas en la iglesia católica. Es admirada por unos, pero también, hay que decirlo, incomprendida por otros. Una imagen idealizada y romántica ha cubierto el verdadero rostro de Teresa, de tal suerte que muchos al referirse a ella no piensan más que en una santa dulzona, ingenua, con un camino facilón y cubierta de una lluvia de rosas; nada más lejano a la verdad que esto; su vida va más allá, mucho más allá de la reducida imagen que nos hemos hecho de ella pues, como diría Emeterio García Setién:
No todo fueron rosas,
Teresa, en tu camino,
ni luces de alboradas jubilosas,
ni charlas amorosas
con tu Amado divino.
Conociste también noches oscuras,
y en el yunque de muchas amarguras
se forjó tu destino.
Sólo personas con almas apasionadamente amantes como la de Teresa son capaces de desear con tanta vehemencia la pequeñez, ese caminito de la infancia espiritual que la llevaría a la auténtica grandeza. Su corazón anhelaba conseguir grandes glorias y hazañas como las de Santa Juana de Arco. Desde muy niña Teresa intuía que el Señor la destinaría también para grandes cosas, pero por un camino inversamente opuesto al de su admirada heroína de Francia; en lugar de escuchar una voz en el cielo que la invitaba al combate, Teresita nos cuenta que percibía en su sensible y atento corazón “una voz más suave y fuerte todavía: la del Esposo de las vírgenes, que le llamaba a otras hazañas y a conquistas más gloriosas. Y fue en la soledad del Carmelo donde comprendió que su misión no era la de hacer coronar a un rey mortal, sino la de hacer amar al Rey del cielo, la de conquistarle el reino de los corazones”.
Teresa nos enseña aquello que nos cuenta el poema de León Felipe: “Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol...y un camino virgen Dios”. Es decir, cada uno de nosotros tiene un propio y único itinerario por descubrir y por caminar en la compañía del buen Jesús. Teresa descubrió que la pequeñez, la sencillez y el abandono son el fruto del delicioso amor, por eso, llena su alma de afecto exclamaba: “Todas las criaturas pueden abandonarme, y yo intentaré sin quejas junto a ti resignarme”. Nada le inquieta y nada puede turbarle pues, como bien dice, “más alto que la alondra su alma sabe elevarse”. Es verdad, supo elevarse sin perder la tierra a la que estaba bien plantada.
En el jardín del Carmelo Descalzo, nuestra santa de Lisieux supo madurar en la caridad y, de niña caprichosa y berrinchuda, convertirse en una mujer apasionada y consciente. A su corta edad pudo experimentar y comprender que la belleza y la tersura de las rosas incluyen también las punzantes e hirientes espinas de su tallo. Así, ya cuando estaba muy enferma le preguntaron: “¿por qué estás tan alegre hoy?” A lo que ella respondió: “Porque esta mañana he tenido dos ‘pequeñas’ penas. ¡Muy agudas, sí…! Nada me produce tantas ‘pequeñas’ alegrías como las ‘pequeñas’ penas”. Su sufrimiento no era estoico, sino cristiano. Sabía bien que la vida trae mucho de dulzura, pero también inevitables amarguras que aceptaba con paz y las hacía fecundas al ofrecerlas al Señor por los misioneros.
Teresa del Niño Jesús nos enseña que el camino al cielo no está lleno de grandes logros y proezas, sino de pequeñas y simples obras hechas con amor y por amor. Nuestra santa carmelita comprendió, por gracia, que la actitud más cercana al Reino de Dios no es la amistad, sino la fraternidad y la sororidad, más allá de las simpatías o antipatías que los otros le pudieran suscitar; Por eso practicaba una exquisita afabilidad ante las impertinencias de algunas de sus hermanas, supo mantener la amabilidad, el diálogo abierto y el buen trato hacia los demás. En sus escritos encontramos que ante una hermana de su comunidad que tenía el don de desagradarle en todo por su carácter, sus modales y sus palabras, en lugar de huir de ella, evitarla e ignorarla, decidió dedicarle su mejor sonrisa; entonces “para no ceder a la antipatía natural que experimentaba” se dijo así misma que “la caridad no debería consistir en simples sentimientos, sino en obras” y se dedicó a portarse con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a la que más quería.
La fuerza de Teresita nacía de su vida de oración y “la sequedad era su pan cotidiano”. Sabía que la oración era ese impulso del corazón que le permitía permanecer en la presencia del buen Dios incluso en medio de la dificultad. Su oración no fue un éxtasis constante ni un estado continuo de consolación; tampoco se trataba de una fiesta de sentimientos, así nos lo cuenta: “cuando no siento nada, cuando soy incapaz de orar y de practicar la virtud, entonces es el momento de buscar pequeñas ocasiones, naderías que agradan a Jesús (…) Por ejemplo, una sonrisa, una palabra amable cuando tendría ganas de callarme o de mostrar un semblante enojado, etc., etc.”. Un poco antes de su muerte, le preguntan que por qué se levantaba tantas veces, que debería tratar de dormir, pero ella respondió: “No puedo, sufro demasiado, así que rezo…” Entonces le preguntaron: “¿Y qué le dices a Jesús?” a lo que ella respondió: “No le digo nada, ¡lo amo!”.
Teresa de Lisieux no es una bella santa de estampita digna de llevar en la cartera o colgar en la sala. No es una santa para estar solamente montada en un altar, rodeada de velas y lindas flores; ella es el testimonio de una mujer que supo amar con radicalidad, una santa para llevar a la vida y aprender de su actual y revolucionario mensaje de ternura que mucho tiene que enseñarnos hoy. Roguemos al Señor que nos ayude a ser pequeños, pobres y frágiles; pero con grandes deseos de amarlo y de seguirlo. Contamos desde ya con su intercesión.
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