"La paciencia es una virtud", intento recordarme a mí misma mientras la recepcionista de oncología me entrega el portapapeles lleno de cinco formularios distintos (y mal copiados) que sé que ya he rellenado por Internet.
"No te quejes. Sólo sonríe y da las gracias", susurro internamente.
Estos días estoy realmente agradecida. Agradezco el acceso a una atención médica excelente y a los profesionales que la prestan con compasión. Estoy agradecida a la familia y los amigos que han rezado incesantemente por mí durante mi proceso de tratamiento del cáncer. Y estoy infinitamente agradecida a mi marido, que me ha cuidado y cuyo amor no ha tenido límites en los últimos seis meses.
Pero mentiría si no admitiera también que soy tremendamente impaciente. Es un rasgo nuevo para mí.
En el pasado, he tenido episodios de impaciencia. Como joven profesional atascada por la falta de experiencia, me sentía impaciente por no haber sido reconocida por mis compañeros de más edad. Criar a niños pequeños y navegar por la adolescencia de mis hijos me trajo momentos ocasionales de frustración paternal. Y he confesado a más de un sacerdote mi continua impaciencia con la forma de conducir de mi esposo.
Pero, en general, mi impaciencia en esos momentos parecía temporal, no la condición preexistente que llevo conmigo estos días.
Mi impaciencia por ser paciente es algo totalmente nuevo.
Me impacientan las interminables horas de espera que conllevan diversas formas de tratamiento médico. Me impacienta la burocracia inherente al proceso. Me impacientan terriblemente los recordatorios bienintencionados de los demás de que debo evitar "excederme". Sobre todo, me impaciento conmigo misma y con mi incapacidad para volver rápidamente a ser la misma de antes del diagnóstico.
En mis mejores momentos, se me ha ocurrido, desde que cumplí 60 años en junio, que este proceso de curación, y el propio envejecimiento, ofrecen excelentes oportunidades para crecer en la virtud de la paciencia.
Hay un dicho que se atribuye en Internet a la Madre Teresa y, aunque nunca he podido encontrar la fuente, es un buen consejo: "Sin paciencia, aprenderemos menos en la vida. Veremos menos. Sentiremos menos. Oiremos menos. Irónicamente, prisa y más suelen significar menos". Desde mi decisión de trabajar intencionadamente en crecer en la virtud de la paciencia, esas palabras me han recordado que debo hacer una pausa intencionada en mis momentos de impaciencia y verlos como oportunidades para aprender y crecer.
Mi primer paso en este proceso ha sido reconocer mi problema, admitirlo ante mí misma y llevarlo al sacramento de la penitencia, la dirección espiritual y el asesoramiento. Es difícil evitar aceptar la rama de olivo que me suelen ofrecer cuando me recuerdan: "Tienes una buena excusa para estar impaciente estos días".
El daño que me produce espiritualmente (cuando simplemente acepto la impaciencia como un estado de ánimo continuo) es una de mis principales motivaciones para querer aumentar mi paciencia. San Pedro Damián, un reformador del siglo XI y Doctor de la Iglesia, le enseñó a sus seguidores sobre el poder de la paciencia. "La mejor penitencia es tener paciencia con las penas que Dios permite", decía. "Una penitencia muy buena es dedicarse a cumplir los deberes de cada día con exactitud y estudiar y trabajar con todas nuestras fuerzas".
Eso ayuda. Reducir el ritmo también ayuda, me ayuda a abrazar los pequeños momentos de cada día en los que la impaciencia puede dar paso a la virtud.
La pila de formularios médicos que me ofrecen me recuerda que debo agradecer intencionadamente la cobertura de nuestro seguro, y rezar por tantas personas en todo el mundo que carecen incluso de la asistencia de salud más básica.
La hora extra que paso en la sala de espera es una oportunidad para rezar lo que yo llamo un "rosario de espera". Cuento las cabezas de mis compañeros pacientes y las utilizo como mis "cuentas", rezando un Ave María por cada uno de ellos y por sus necesidades en el silencio de mi corazón.
Mi frustración por mi propio agotamiento y mi incapacidad para concentrarme me recuerda que debo rezar por las almas de mis padres, dar gracias por los progresos que he hecho y reconocer que esta nueva etapa de mi vida me ofrece muchas bendiciones de las que apenas estoy empezando a darme cuenta.